Pongo aquí este artículo de Salvador Giner, que saldrá en
El Periódico de Catalunya y que a mi me ha llegdo vía e-mail. Las tres confusiones que señala me parecen importantes y merecedoras de reflexión y debate.
EL FUTURO DE LA CONFUSION
Salvador Giner*
Los economistas, reza una conocida ocurrencia, suelen ser muy duchos en predecir el pasado. Aunque yo no sea más que un mero sociólogo me permitiré el caracteristico afán de los economistas para especular sobre el futuro (ya que comienza el 2006) haciendo uso de algunas cosas que sabemos sobre el inmediato pretérito y el turbado presente. Con la venia de los amables lectores de El Periódico por mi osadía: especularé sobre el estado del mundo. Puesto que hoy no se habla más que de mundialización (globalización, dicen los amantes del anglicismo) supongo que me lo sabrán perdonar.
Muchos males hay en el mundo. Cualquier ciudadano podrá identificarlos con triste facilidad. Desde la explosión demográfica hasta la miseria y el hambre, pasando por el imperialismo y el fanatismo terrorista, las plagas y la superchería mágica de los grandes popes, la lista es lóbrega y luenga. Sería insensato abarcarlos en un solo artículo, así que me atendré a señalar las tres grandes confusiones mentales que hoy día padece el mundo y que ponen en entredicho su futuro inmediato. Su superación entrañaría una bendición para la humanidad.
La primera confusión es la de la creencia en que hay muchas formas de democracia. El ideal democrático ha triunfado en el mundo. Hasta hasta los tiranos se definen como demócratas. Por ventura, el gran pionero de esta idea fue un español, Francisco Franco Bahamonde, inventor de la democrácia orgánica. (¿Cómo será la inorgánica?) Hoy en día no sólo la China, que tiene un régimen stalinista de corte maoista, violador de derechos humanos, pero amigo entusiasta del capitalismo -cosas veredes, amigo Sancho- sino también el tirano Robert Mugabe, en Zimbabwe, dicen ser demócratas. Dos populistas peligrosos, George Bush y Hugo Chávez se tiran los trastos a la cabeza en nombre de la democracia. A no dudarlo el Reino de España y la República Federal Alemana, son democracias. Aquí hay pues un conflicto esencial de concepciones que lleva a la cacofonía y al ofuscamiento. No estaría mal si no declaráramos más, a partir de hoy, que la democracia no es necesariamente el gobierno del pueblo por el pueblo, sino el gobierno representativo de los políticos sobre el pueblo en presencia de una oposición libre y tan legítima como él, en la que se respeten los derechos cívicos y humanos. Barreríamos de un plumazo un conjunto de regímenes impresentables.
La segunda confusión que al mundo aflige es la mezcla del corporativismo intervencionista con el capitalismo. Uno de los grandes conflictos objetivamente demostrables surge del enfrentamiento entre la dinámica de mercado propia de la civilización capitalista e industrial, por un lado, y los partidos, organizaciones y aparatos estatales que intentan controlarlo. A ambos asisten buenas razones –sobre todo para quienes se benefician de cada uno de sus sistemas- pero con frecuencia poseen objetivos incompatibles. Para el primero lo importante son los beneficios de sus propietarios –las ganancias de los accionistas- mientras que para los segundos lo que cuenta es el poder de su autoridad corporativa. Hay versiones suaves de este conflicto –Blair contra Chirac- y otras mucho más crueles. El proteccionismo que el Norte ejerce sobre sus economías en detrimento del Sur, que incrementa la miseria del Sur, es harto conocido. Los combates entre compañías multinacionales –así como los monopolios y oligopolios resultantes- muestran que el bando capitalista tiene sus conflictos internos. También lo posee el bando estatalista, imponiendo esquemas arbitristas sobre un mundo impredecible y en mudanza constante, en nombre de la igualdad y el justo reparto de bienes y recursos. La vía intermedia, socialdemocrática, ha dado mejores resultados de lo que los socialistas extremos y los liberales dogmáticos querrían admitir en sus querellas, pero la confusión sigue presente. Lo demuestran las tímidas e inoperantes concesiones de la Organización Mundial de Comercio hace unos días, o el fracaso estrepitoso de un necesario intervencionismo para la paz –desde Bosnia hasta el Sudán- es decir, de un intervencionismo humanitario enérgico. Mientras no se superen y establezcan las prioridades en cada caso, iremos mal.
La tercera confusión es la que trastoca valores privados con bienes públicos. Como las otras dos, es fuente de desdichas, pero por ser más sutil no es siempre reconocida como origen de un conflicto grave. Estaría bien que el año nuevo nos permitiera disiparla un poco. Valores y creencias privadas son aquellos que atañen a la vida de cada cual pero no afectan al orden social y que, por ende, no tienen porqué dañar a nadie. Son asuntos de cada cual ante cuya manifestación sólo cabe la tolerancia. Los derechos de los homosexuales, los de interrumpir el embarazo en sus fases muy iniciales, los de creer en la Santísima Trinidad o en el sublime mensaje de Gautama, el Buda, los de cada cual a pertenecer a cualquier partido, secta, asociación o peña (mientras no dañen a otros ni trasgredan derechos ajenos) son valores estrictamente privados. No merecen que nadie se eche a la calle para atacarlos, ni los obispos. Lo que éstos deberían hacer, en cambio, es manifestarse conra la miseria, la agresión bélica, la destrucción de la naturaleza. Eso sí que importa.
Este siglo XXI, que se vanagloria de civilizado y avanzado, está lleno de seres peligrosos, dispuestos a los mayores desafueros a causa de su confusión, su incapacidad por distinguir entre valores privados y bienes públicos.
Nadie tiene derecho alguno para atacar a los que no creen en sus propios mitos, dogmas y creencias, como si de infieles perversos se tratara. Es incomprensible, desde la perpectiva de una moral laica y civil, que una religión quiera prohibir modos de vida –la homosexualidad, por ejemplo- a quienes no son sus feligreses. Cada clan que cuide a sus fieles. Cada palo que aguante su vela. Cada pope que amoneste a su grey. A los demás, que nos dejen en paz.
No hay duda –a la luz de los desafueros terroristas recientes, desde Manhattan a Atocha, pasando por Bali- que este asunto, el de la tolerancia, no es menor, que no va a resolverse de pronto y del todo en el año que comienza ni, seguramente, en los siguientes. La tarea para superarlo es la paciente educación pública de que lo que importan no son ni creencias ni opiniones ni dogmas, sino valores compartidos, basados en hechos fehacientes, empíricamente comprobables. Hechos como la explosión demográfica, el próximo agotamiento del petróleo, la destrucción ambiental, el hambre y miseria del mundo. Todo lo demás es, literalmente, música celestial. Si nos pusiéramos de acuerdo en circunscribir nuestros esfuerzos a los hechos incontrovertibles, habríamos dado un paso gigantesco hacia la racionalidad y la decencia solidarias. Hacia la fraternidad efectiva.
Algunos iluminados por la fe responderán que también ellos combaten por un bien empíricamente palpable, como pueda serlo la subyugación de su territorio irrendento o su pueblo a otra nación o a algún perverso aparato estatal ajeno. Hay casos en que basan su furia en agravios comprobables. Así, nadie puede negar, salvo el gobierno turco, el genocidio del pueblo armenio que inauguró el siglo XX, ni el de los judíos, que lo hundió en la ciénaga del peor periodo vivido por la humanidad. Ni otras opresiones lentas y sutiles que todos conocemos. No obstante, si definimos estas manifestaciones de barbarie e inhumanidad como hechos y no como derechos, como modos de vida en común –el pueblo armenio, el pueblo hebreo, sus lenguas y religiones respectivas- huiremos de esa falacia individualista que asume que no hay derechos colectivos y que sólo los hay individuales. Los individuales, como acabo de decir, no deben proscribirse nunca porque lo que cada cual piense y haga, si no viola el ámbito ajeno, debe ser intocable.
Los futurólogos suelen complacerse en la descripción de nuevas vacunas milagrosas, enseres electrónicos y telemáticos, innovaciones en bioingeniería, entretenimientos sin precedentes y toda una panoplia venidera de máquinas y manipulaciones que están a la vuelta de la esquina, y que nos van a cambiar la vida. Más modestamente, quienes son escépticos ante las inocentes patrañas de los adivinos y los magos de hoy, deberían ir concentrando su atención crítica en desbrozar las confusiones y mixtificaciones a que se presta la mente humana, como las tres recién señalades. Y ello con la sola intención de desbrozar el camino para ir saliendo del solemne embrollo en el que nos hemos metido. Feliz Año Nuevo.
* Salvador Giner es catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Barcelona y Presidente del Institut d'Estudis Catalans