La teoría clásica de la democracia establece la separación (y equilibrio) de tres grandes poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. A estos tres poderes se le añadió un cuarto, el de los medios de comunicación, basado en la libertad de expresión y en el control por la opinión pública de unos medios independientes y libres. Incluso se ha propuesto un quinto poder, el de la ciudadanía organizada, que aún está configurándose con incierto futuro. Aunque todo esto no deja de ser pura teoría y mucho de 'wishful thinking', lo cierto es que el sistema político predominante en los países occidentales se basa en estas premisas y necesita que confiemos en ellas para su funcionamiento correcto. La confianza es, así, la piedra de toque para que la democracia pase de ser una realidad más que un mero ejercicio del derecho a voto en un régimen de 'partitocracia' como el español. No hay indicios de ningún tipo que nos permitan esperar que los partidos -todos- vayan a cambiar este estado de cosas que tanto poder les da y tanto les favorece. Que estén realmente interesados en la participación ciudadana. Que estén interesados en democratizar sus propios aparatos organizativos, basados en la sumisión, la autoridad personal de los líderes y sus camarillas y la norma no escrita de que quien se mueve no sale en la foto. De ahí que la política, el ejercicio democrático del poder, se haya convertido en una profesión y haya originado una casta, compuesta principalmente por gentes sumisas, sin pensamiento independiente y con vocación de "pesebrismo". Ello ha dado como resultado que gentes bien preparadas, que podían aportar sus ideas y su trabajo a la convivencia política y social, al diseño de políticas públicas encaminadas a la mejora y el bienestar social, prefieran mantenerse al margen de la vida política. Porque para la opinión pública, para "la gente de la calle", no sin fundamento aunque sea injusta la generalización, en política sólo se meten los que aspiran al enriquecimiento rápido y no tienen escrúpulos morales. En suma, que ser político (y política) casi se ha convertido en sinónimo de ser sinvergüenza, trepa, chorizo y algunos calificativos más en este mismo campo semántico.
Este panorama de desencanto creciente con el sistema partitocrático y de alejamiento progresivo de la democracia (que se puede medir a través de la creciente abstención en todos los procesos electorales), se acentúa con la situación de polarización política en España y en todos y cada uno de sus "territorios". El hostigamiento por parte del Partido Popular y sus aliados (o dueños) mediáticos a todos y cada uno de los actos del Gobierno y de sus instituciones, ha hecho el ambiente casi irrespirable y ha sembrado la sospecha de que todos y cada uno de los actos de cada uno de los tres poderes está trufado por el partidismo y los intereses espúreos.
En este ambiente de crispación política creciente desde las elecciones generales que desalojaron del poder al Partido Popular, el recurso a los jueces, al poder judicial, para dirimir cada vez más cosas se ve intoxicado con la interesada sospecha de que los jueces juegan en un campo u otro y que las leyes, que son en realidad la esencia de la democracia, son completamente instrumentales a los intereses de los grupos en el poder, y que la aplicación de las leyes más instrumentales y particularistas aún. En el caso de Canarias esta situación se ha agravado aún más.
La sospecha (muchas veces muy bien fundamentada) de que en Canarias gobierna, por la vía de las urnas, un entramado empresarial que tiene a sueldo a una clase política de todos los colores del arco parlamentario lleva años instalada en torno a las actuaciones de las distintas administraciones públicas, sea el gobierno regional, sean los cabildos insulares, sean los ayuntamientos (especialmente los municipios turísticos donde la especulación urbanística es la principal fuente de financiación). La sospecha de corrupción generalizada está extendida y, hasta hace bien poco, lo estaba también la sospecha de impunidad. Cuando se destapa el caso Eolo o el de Turismo que afecta al gobierno regional, el caso Faycan que afecta al municipio de Telde (Gran Canaria) o el reciente caso Góndola que afecta al de Mogán (Gran Canaria) o caso Las Teresitas que afecta al de Santa Cruz de Tenerife, o todos los casos que afectan al llamado "marqués de las dunas", el senador y diputado regional del PP por Fuerteventura Domingo González Arroyo, empezamos a ver con interés (y un punto de incredulidad) que la impunidad podía tener fin. Cuando aún no era ministro de Justicia, el hoy saliente Juan Fernando López Aguilar, denunció claramente el alto nivel de corrupción existente en la vida política de Canarias a todos los niveles. Pero, curiosamente, la fiscalía anticorrupción apenas ha actuado de oficio en Canarias, y cuando ha intervenido la justicia ha sido a causa de las denuncias de particulares afectados por las actuaciones de las administraciones.
El creciente protagonismo de la justicia en tantos asuntos de la vida política y social de Canarias ha dado alas a los presuntos implicados para defenderse ante la opinión pública acusando a los jueces de tener intereses políticos en sus actuaciones. Así, hemos sido testigos de las acusaciones del presidente del Partido Popular de Canarias, José Manuel Soria, también presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria y no exento de sospechas y denuncias, al (casi ex) ministro López Aguilar de estar detrás de las abundantes detenciones de dirigentes y cargos públicos del PP por presuntos y diversos delitos relacionados con la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias, la malversación de caudales públicos y otras actuaciones ilegales de corrupción. Igualmente, el alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Miguel Zerolo, apunta al ministro para justificar la denuncia de la fiscalía anticorrupción acerca del "pelotazo" de la playa de Las Teresitas a favor de dos importantes empresarios de Tenerife y, más recientemente, de la prohibición judicial de los actos carnavaleros nocturnos en las calles de Santa Cruz. La vicepresidenta del Gobierno de Canarias, María del Mar Julios, sugiere algo semejante al insinuar que las actuaciones de la justicia están sembrando la alarma social, cuando la alarma social ya estaba no sólo sembrada sino bastante arraigada y crecidita, con las actuaciones impunes y escandalosas de los cargos públicos. En el mismo sentido, una asociación de empresarios acusa a la Justicia de fomentar un "circo mediático" por la detención de un importante empresario de Gran Canaria implicado en un feo caso de parcelas presuntamente desaparecidas de los planes de ordenación.
En todos esos casos, ampliamente comentados y alimentados por una prensa local completamente dependiente de los poderes (salvo contadísimas excepciones), parece que la corrupción (presunta) es el Orden establecido y la persecución de los (presuntos) delitos lo que altera el orden. Los agentes del poder judicial son presentados como los alborotadores y los presuntos delincuentes como los "honrados" y sacrificados cargos públicos injustamente perseguidos por una justicia partidista al servicio del (casi ex) ministro. A tanto ha llegado el poder judicial que hasta los "polvos de Meléndez" dependen de un juez para determinar su carácter dañino para la salud pública. Y digo esto último aún a riesgo de que me sigan llegando las amenazas y los insultos de los interesados en este fabuloso negocio, hecho en nombre de la ciencia, del que me seguiré ocupando en breve.
Desde este modesto y poco leido blog quiero expresar mi simpatía por fiscales y jueces y mi aliento y apoyo a su difícil tarea. Hoy, en Canarias, la democracia la defienden ellos y sus actuaciones.