Ayer el
CIS hizo público su último
sondeo preelectoral en el que se repiten los resultados que vienen produciéndose desde hace más de un año: el empate técnico entre los principales partidos, PP y PSOE. Este empate es lo que explica la agresividad del PP y de sus bases sociales a la hora de hacer campañas destinadas a aglutinar cualquier voto "despistado" y recuperar el Gobierno de España del que se sienten injustamente descabalgados desde el 14-M de hace cuatro años. Desde los votos de quienes no gustan de los matrimonios y las familias de homosexuales, de los que se sienten molestos ante los inmigrantes de cualquier nacionalidad, de los que quieren más poder para los católicos militantes, de los que se sienten defraudados por ZP, de los que han abominado de los intentos de dialogo o negociación con los terroristas vascos y un largo etcétera. Todo les ha valido en estos cuatro largos años de ladridos y gritos: el juicio del 11 M y las pseudotramas urdidas por ciertas empresas y grupos mediáticos, la revisión de los estatutos de autonomía de algunas Comunidades Autónomas, las leyes de apoyo a las mujeres contra la violencia machista (que sigue imparable), las leyes paritarias de lo que se llama "discriminación positiva", los tímidos intentos de redistribución de riqueza entre los más pobres.
Ello explica también la loca espiral del "quién da más" en la que se han metido ambos partidos, que prometen y prometen con ciega confianza en que algún despistado o despistada se lo crea y decida comprarles la mercancía sin reparar en su estado. El resto de las fuerzas políticas se saben fuera de esta pinza y claman por la racionalidad en una especie de desierto azotado por las pasiones, como sucede con Izquierda Unida o Progreso y Democracia. O los partidos nacionalistas, que se desentienden de la disputa estatal y siembran en sus respectivas fincas electorales culpando a "Madrid", al Estado, de todos sus males reales o ficticios, sembrando agravios y envidias sabedores de que lo hacen en terreno fértil, porque la percepción de los bienestares propios siempre es relativa a algún grupo de referencia que se toma como patrón.
Lo peor es que nada de esto tiene arreglo pues el mal está en el mismísimo diseño de la democracia española y de las leyes que rigen los sufragios electorales. Como muy bien explica hoy en El País
Jorge Urdanoz, el sistema electoral español es maquiavélico, fomenta la desigualdad política dando diferente valor a los votos y está hecho a medida de los intereses de los dos grandes partidos. Como filósofo que es, el autor de este excelente análisis da una solución inalcanzable pero muy bonita:
Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro, resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los principios al centro del debate y recordar lo que significa "inalienable" es el primer paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.
¿Valores? ¿Principios? Aquí y ahora, en España sólo parece haber un valor: estar en el poder. Y sólo un principio: todo vale para conseguir el poder. Los canarios sabemos muchísimo sobre la desigualdad política, pues llevamos veinte años sufriendo un sistema que da al 13% de la población el mismo peso político que al 87% restante. Proporciones que habrá que corregir si resulta que es cierto que votos de difuntos dieron un escaño a Coalición Canaria en la isla de El Hierro, como denuncia el
PSOE.
Cuando haya listas abiertas, cuando haya representación proporcional, cuando se cumpla a rajatabla el principio de "una persona, un voto" podremos empezar a hablar de democracia. Pero sobre todo, cuando el
demos dé un paso decisivo para convertirse en ciudadanía responsable y dejar de ser audiencia cautiva de los grupos mediáticos.