Claro, el dilema está en que no podemos sentar en el banquillo de los acusados a la Testosterona, de manera que aunque el macho lleve su cerebrito entre las piernas, en este caso queda exento de culpa: a la calle sin fianza y sin cargos. Y eso nos desconcierta aún más. En realidad no es necesario acusarle directamente a él, basta con tramitar un proceso sumarísimo contra aquello que de forma natural le define y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid le hacemos responsable penal subsidiario de forma indirecta. Y si llegado el caso es preciso agotar la vía civil, o la contencioso-administrativa o incluso recurrir al Supremo, pues adelante.
La trampa es propia de un leguleyo en prácticas: quedarse con lo accidental y convertirlo en substancial; descartar aquella posibilidad que haga del macho un sujeto con capacidad de discernimiento y no un mero autómata determinado por su naturaleza primitiva a perpetuar la especie en unos casos o a exterminarla en otros, y sobre todo, omitir desde el principio con premeditación y alevosía que tanto las conductas agresivas como las no agresivas son fundamentalmente aprendidas.
Teniendo en cuenta su herencia intelectual, no nos extraña que a esta hembra pata negra con bata blanca se le despisten las consecuencias de semejante esencialismo biológico. Derivar hoy sociopatologías por excesos o por defecto de una hormona, nos recuerda, como no podía ser menos, a quienes ayer derivaban sociopatologías por la presencia excesiva en la sociedad del gen corrompido (judío, gitano, homosexual, etc) en detrimento de aquel otro más puro, el ario. No resulta gratuito por tanto recordar la solución final que adoptaron entonces para erradicar el problema, pues igual de sencillo sería medir ahora los niveles de testosterona para determinar qué machos presentan mayor factor de riesgo y someterlos a la terapia apropiada.
Terapia condenada al fracaso en todo caso, pues ahí están los castrati para desmentirla: la voz se volvía aflautada, pero en ningún caso disminuía su mala leche; o los eunucos de la corte china que fueron especialmente sanguinarios, combatían como aguerridos soldados y resultaban ser maravillosos estrategas; o los pederastas yanquis que se someten a castración química y sin embargo siguen acosando a sus víctimas, etc, etc, etc
La falacia, en definitiva, en la que todos parecen haber reparado, todos excepto la propia hembra pata negra con bata blanca consiste, por enésima vez, en darle un barniz científico a lo que no deja de ser un mito. Un mito que acaba volviéndose contra quien lo defiende.
Animal/humano queda bien como figura literaria, pero no deja de ser un círculo cuadrado, una contradicción en sus propios términos. O lo uno o lo otro. O lo uno o lo otro salvo que se encuentre un tertio no excluso que permita la síntesis entre los extremos. ¿Cuál puede ser ese enlace? La Testosterona, naturalmente. Tal y como se nos presenta, esta maravilla fisiológica sería en último término la condición de posibilidad de que el animal perpetúe la especie y trascienda por tanto su estado de naturaleza hasta la condición de humano civilizado, y al mismo tiempo sería responsable de devolverle a su condición prehumana cuando le determina ciegamente a cometer actos tan irracionales como el que nos ocupa. ¡La prodigiosa hormona Dialéctica del Eterno Retorno! De la caverna a la Fenomenología del Espíritu, regreso del Espíritu a la caverna, y vuelta a empezar. Para ese viaje no hacían faltan esas alforjas, y seguramente más valdría que nunca hubiera salido de ella.
El problema de atribuirle tanto protagonismo es que minimiza hasta el ridículo el papel que las hembras/mujeres hayan podido desempeñar en la historia de la civilización ¿Cuánto minimiza? ¡Pues justo 1/20! Ésa es una de las derivadas más curiosas del Mito de la Testosterona, pero no la única.
¿Se podría afirmar que ese papel subalterno se debe a un único factor biológico? Si se afirma tal cosa el ideario feminista quedaría definitivamente borrado del mapa ¿Se admitiría que estos espíritus puros no sometidos a la esclavitud de la materia que resultan ser las hembras no son susceptibles de ejercer ningún tipo de violencia entre ellas o sobre los machos? Si se admite, por fin podemos estar seguros de saber quién asesinó realmente a Kennedy: Doña Testosterona, faltaría menos ¡No está mal para una simple hormona! ¿Hay quien dé más? Reconocer que la violencia se ejerce de múltiples y variadas maneras, y que incluso ellas la ejercen de una manera y ellos de otra, y que eventualmente estas estrategias pueden intercambiarse sería el colmo de los despropósitos, visto lo visto, así que mejor ni plantearlo, no sea que acabemos denunciados y tengamos que presentarnos en algún juzgado de guardia.
Pero aquí el único despropósito consiste en seguir manteniendo el mito. Recurrir a la dichosa hormona para justificar la agresividad de los machos es algo que ya está desmentido por los científicos
. los científicos de oficio, no l@s de salón cláramente interesad@s en seguir alimentando ese mito por razones no del todo confesables.
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